Ya no recuerdo si jugaba o era una manzana que nunca
desaparecía de esa habitación
La luz me acurrucaba. Él miraba mi ventana
entreabierta y escribía que la luz no grita, chilla. Todas las flores que tenía
las tiraba, decía que eran violetas ordinarias que no charlaban nada. Entiendo que
no dialogaban, él era una corbata vieja estridente que me daba besos en la
cama, solo eso, nada de sexo, solo juegos mientras nos estimulábamos
silentemente. La luz menuda, aquella luz de gamas que no me soltaba por días,
cama luz tenue-cama corbata-cama enviciarse, se trepaba en la tentación que
tejía sed, esa sed del alquimista por el oro, el apestoso oro. El colchón vicioso
era una hojalata de resortes-víboras que me bebía como una obsesión que
necesitaba. Él nunca salía, bostezaba dulces oráculos de tragedia y decía que
mañana era peor que hoy. El humo y las imágenes que tenía de él exprimían mi
boca seca, me sentía gritar ante el vértigo de la cama y me soltaba a la nada sideral
del empapelado del piso decorado de cenizas. Jugaba a que era una manzana roja
y parloteaba con Dios sobre mi destino, ese
¿era una boca o un mal artista? Me
abucheaba siempre que le hacía esas preguntas. Volvía con más y ya no estaba.
Ya no recuerdo si jugaba o era una manzana que nunca desaparecía de esa habitación.
Él me miraba mientras tenía aquellos paseos. Me hacía señas desde la luz, me
tocaba la pierna y pestañeaba muriendo y volviendo a ese suelo que se movía
como una palmera de papel.
Quiero pensar buenos recuerdos que me vacíen los
personajes que me hablan sin parar, un plano que me haga fugaz en aquel lugar.